Phoenix, un tributo

miércoles, 25 de marzo de 2015

Fascinante Europa

Aún hoy, pasados los años, parece que Galileo Galilei y Simon Marius siguen pegándose sobre quien fue el primero en descubrir los cuatro primeros satélites encontrados en torno a Júpiter. Posiblemente nunca lo sabremos, pero nos dejaron como legado cuatro cuerpos del sistema solar excepcionales y fascinantes. Los cuatro son lo suficientemente importantes como para justificar misiones hacia cada uno de ellos, pero sin duda el que cuenta con una mayor prioridad es el segundo de ellos en orden de distancia. Si bien la historia nos dice que los satélites galileanos fueron encontrados por Galileo a través de su rudimentario telescopio, fue Marius el que dio los nombres que lucen con orgullo. Como Zeus, en la mitología griega (Júpiter en la romana) era conocido por descender a la Tierra con el deseo de ligarse a toda mujer de buen ver que rondara por allí, estos cuatro objetos recibieron los nombres de cuatro de ellas. De esta forma, el segundo de ellos en orden de distancia recibe el nombre de Europa, por la hija del rey de Tiro. Si seguimos los diarios de Galileo, nos damos cuenta que observó Europa por primera vez el 8 de enero de 1610, un día después de los otros tres, debido a que en ese momento su posición, vista desde aquí, coincidía con la de Io.

Curiosamente, los nombres de los cuatro satélites principales de Júpiter no volvieron a usarse hasta el comienzo del siglo XX, y hasta la época de las sondas espaciales, no supimos de él más que era un cuerpo en apariencia helado y lo que tarda en rodear al hermano mayor del sistema. Como habíamos hecho con la Luna, Venus o Marte, para empezar a avanzar los conocimientos acerca de los planetas exteriores, sobre todo acerca de Júpiter, se armó un proyecto que enviaría dos sondas gemelas para comenzar a estudiar lo que acontece allí. Aunque lo principal era la observación joviana, las dos sondas Pioneer 10 y 11 estarían preparadas para, si se daba la ocasión, obtener alguna que otra vista de los satélites galileanos. La primera de ellas, Pioneer 10 fue enviada hacia allí (y con los años, fuera del sistema solar) en marzo de 1972 para un viaje de 19 meses hasta la máxima aproximación al planeta. El 3 de diciembre de 1973 realizó la máxima aproximación al hermano mayor del sistema, y de Europa paso a 321.000 km. de distancia, y fue capaz de captar una imagen de él que, aunque
carecía de resolución para discernir características superficiales, mostró su forma esférica. Un año después, la poco favorable geometría del sobrevuelo y la mayor distancia (586.700 km.) evitó que Pioneer 11 captara imágenes claras de Europa, y tras el acercamiento joviano su gravedad la desvió para encontrarse con Saturno cinco años después.

Con la información de estas dos pioneras en la mano, los ingenieros del JPL tuvieron suficiente información para mejorar el diseño de sus dos sondas con destino al sistema solar exterior, por todos conocidas. Aunque lanzada dos semanas después que su hermana, su trayectoria más favorable provocó que Voyager 1 alcanzara 
Júpiter cuatro meses antes que su hermana. Con su misión centrada en pasar cerca de la órbita de Io con el objetivo de investigar diversos fenómenos asociados a la interacción del potentísimo campo magnético planetario con esta luna, la distancia de sobrevuelo sobre Europa impidió, a pesar de poseer un mejor equipo de cámaras que las Pioneer, obtener detalles de una resolución adecuada. Es lo que tiene pasar a 732.000 km. del satélite, aunque las imágenes las tomó a una distancia considerablemente mayor. En ellas solo vemos un montón de líneas oscuras que se entrecruzan las unas con las otras, pero nada más. Tuvo que ser Voyager 2 la que, definitivamente, tuvo que decirnos cómo era la superficie de Europa. Lo que en un primer momento les hiciera creer que eran grandes fisuras provocadas por grandes tensiones en la corteza, no eran más
que líneas estrechas modeladas en el hielo de su superficie. El resto de la luna prácticamente carece de otro relieve más que estas líneas que recorren toda la superficie. Al pasar más cerca (unos 209.000 km.) también pudo ser afectado por la gravedad del satélite, por lo que su análisis mostró que bajo el hielo existía un cuerpo dominado por los silicatos. Nada más se pudo hacer hasta que se pusiera en órbita joviana una nave espacial especialmente dedicada a la investigación sistemática del sistema de Júpiter.

A pesar de los problemas surgidos a lo largo de toda su misión, desde el comienzo hasta el final, la terca y testaruda Galileo nos enseñó Europa con nuevos ojos. Tanto fue así que la primera misión extendida estuvo plenamente dedicada al estudio de este satélite. De los 34 sobrevuelos practicados a satélites jovianos, doce de ellos los realizó a Europa,
practicando su máxima aproximación en el cuarto acercamiento el 16 de diciembre de 1997, pasando a 196 km. de su superficie. A pesar su tremendamente limitada capacidad de enviar información a la Tierra, proporcionó información valiosísima que provocó una absoluta revolución en cuanto a lo que puede esconder un cuerpo del sistema solar tan aparentemente anodino. Desde que Galileo acabó sus días incinerada en la atmósfera joviana, solo una sonda ha pasado por Júpiter lo suficientemente cerca como para obtener interesante información acerca de Europa. El 28 de febrero del 2007, New Horizons, en su camino hacia la última frontera del sistema solar, Plutón, adquirió algo de energía extra del hermano mayor
del sistema, además de demostrar lo que vale, que es mucho. A pesar de encontrarse casi en el otro lado del planeta (a algo más de 3 millones de km.) pudo captar secuencias con una resolución más que decente, incluso mejores que las de Voyager 1 en su día. De momento no hemos vuelto, y todavía encierra bastantes misterios.

De los 67 satélites que rodean a Júpiter, Europa es el sexto en orden de distancia. Dista del hermano mayor del sistema 670.900 km. de su capa superior de nubes, y tarda 3.55 días en rodearlo. Su órbita se encuentra prácticamente en el ecuador planetario, y su posición provoca que tenga resonancias orbitales con Io y Ganímedes, que le afectan notablemente. Tiene un diámetro de 3.121.6 km., y estas medidas le convierten en la sexta
luna más grande del sistema solar, y el decimoquinto mayor objeto de todo el sistema solar. Eso sí, su posición, en la parte exterior del inmenso cinturón de radiación joviano provoca que su entorno tenga un nivel radiactivo de 540 rems al día, lo suficiente como para que un ser humano fallezca en un  solo día. Tenemos el consuelo de que esa dosis en Io es muchísimo mayor.

Si en algo se distingue Europa es por tener una de las superficies más lisas y suaves de los cuerpos del sistema solar. Los cráteres se cuentan con los dedos de dos manos, y toda la superficie está dominada por esas leves fracturas que recorren de punta a punta el satélite. Su alto albedo (0.64) nos indica que estamos ante una enorme capa de hielo, pero su densidad (3.01 g/cm3) nos deja claro que bajo ese hielo hay un satélite relleno de minerales de hierro y silicatos. Las líneas que recorren la superficie, vistas a través de la alta resolución de Galileo nos muestra que se parecen a las

fallas submarinas terrestres, aunque dado que es hielo lo que forma la capa superficial su mecanismo para su formación es completamente distinto. Las mayores poseen unos 20 km. de anchura, y en general todas tienen en ambos lados de ellas una serie de estriaciones que nos dicen que en algún tiempo del pasado esta zona se separó. No solo eso, un examen en profundidad nos permite ver que la alineación entre las estructuras en un lado no coincide exactamente con el contrario, indicativo de la existencia de cierta deriva en el hielo. ¿Cómo es esto posible?

La misma resonancia orbital que afecta brutalmente a Io también afecta a Europa, y la gigantesca gravedad joviana también ayuda a crear un interior activo. La investigación gravitatoria muestra un cuerpo claramente diferenciado y geológicamente vivo debido a esta fuerte actividad gravitatoria. La propia gravedad de Júpiter estira y contrae la luna, y el efecto de estar encerrado entre dos grandes satélites provoca que se deforme en el lado contrario. Todo esto motiva un intenso calor que debe evacuarse en alguna parte. Las líneas de la superficie son, puede que casi literalmente, la punta del iceberg.

La pista de que algo extraño ocurre en Europa la proporcionó el magnetómetro de Galileo durante uno de los encuentros practicados sobre el ecuador. Los datos de este aparato mostraban una leve alteración de las líneas magnéticas emitidas por el planeta, y de alguna forma existía algo conductor que las modificaba. El principal candidato para semejante efecto estaba claro: agua salada. Los análisis espectroscópicos realizados mediante el sensor NIMS mostraban que las líneas poseían trazas de sales como sulfato de magnesio, emitidas hacia la superficie tras la abertura de una nueva línea que dejaba pasar el líquido elemento hacia la propia línea creada. La prueba definitiva de que bajo el hielo de Europa podría existir agua llegó de unas afortunadas imágenes de alta resolución.

Si has visto alguna vez una foto de la capa de hielo del polo norte, lo comprenderás. En la época de verano, cuando se produce el deshielo de parte de esta costra de agua congelada, aparecen a su alrededor icebergs que, afectados por las mareas y corrientes oceánicas, se desplazan hacia nuevas
localizaciones. Las imágenes tomadas por Galileo mostraron un área de la superficie de Europa con formaciones extremadamente similares. Denominadas como terreno caótico, vemos toda una serie de bloques que antiguamente eran una sola pieza, pero que la actividad subterránea desgajó y, de alguna forma, dispersó. Esto se ve claro porque los bloques de la unidad original se encuentran más elevados de lo que es el resto del área. Si una masa de agua lo suficientemente caliente como para derretir este hielo hubiera subido hacia allí bien podría haber provocado el efecto visto. Esta información, que por sí sola, hubiera abierto noticiarios, quedó relegada a un segundo plano, y todo porque una estrella llegó a Marte en el verano de 1997.

El hallazgo de este terreno caótico motivó que gran parte de la comunidad científica afirmara que bajo el hielo del satélite existe un vasto océano de agua líquida, mantenido en ese estado por el calor mareal provocado por sus acompañantes orbitales y Júpiter. Esta existencia explica el por qué los lados de muchas de las líneas no están alineados, pero con ello se llegó a otra conclusión: toda la capa de hielo superficial había derivado globalmente unos 80º. Claro, la pregunta era la siguiente: ¿cómo
de profunda es la capa de hielo superficial? Todavía sigue sin respuesta, aunque los últimos análisis indican que su grosor puede ser de 30 km. Otros afirman que puede llegar a unos 100 km., y todavía existe un grupo que cree que apenas llega al kilómetro. Sea como fuere, el calor generado en el interior afecta de manera significativa a la capa de hielo, provocando las líneas y el terreno caótico, así como la eliminación de los cráteres que en tiempos pretéritos debieron haber existido. Eso sí, Europa todavía conserva algún que otro cráter de impacto. Las gélidas temperaturas en su superficie (-160ºC en el ecuador, -220ºC en los polos) provoca que este hielo esté más duro que el granito, por lo que es lo suficientemente capaz de aguantar una colisión.

Desde la distancia, el polifacético Telescopio Espacial Hubble también ha proporcionado información tremendamente útil de lo que ocurre alrededor de Europa. Fue en 1995, meses antes de que Galileo entrara en órbita joviana, cuando hizo un importante descubrimiento. El satélite posee una muy delgada atmósfera, compuesta principalmente por oxígeno. Su presión es ridícula, de apenas 0.0000000000001 de la terrestre, de manera que cualquiera que quiera poner un pie necesita por obligación un traje espacial. Además, este oxígeno no es provocado por la acción de una forma de vida biológica, sino por la acción de la radiación ultravioleta solar y por las partículas energéticas almacenadas en el campo magnético joviano. El proceso se denomina radiólisis, y se provoca cuando las partículas de alta energía solares colisionan con la superficie del satélite, elevando las moléculas. Una vez lo suficientemente elevadas la radiación ultravioleta cumple su trabajo disociando el hidrógeno del oxígeno de la molécula de agua, y de nuevo, las partículas energéticas jovianas provocan que el oxígeno entre en un estado de alta excitación, generando colisiones entre los átomos de oxígeno, que es en definitiva lo que crea la atmósfera. En cuanto al hidrógeno, al ser el elemento más ligero, crea una suerte de anillo, un torus, de elementos neutros, como los análisis adquiridos por Galileo y Cassini mostraron. Este torus rodea completamente la órbita de Europa, y le sigue allá donde vaya, y su contenido es mucho mayor que el famoso torus de Io. Con el tiempo, las moléculas que forman el torus de Europa acabarán ionizadas por acción de la magnetosfera joviana, alimentándola.

También fue el telescopio Hubble el que, en recientes fechas, detectó algo que ni siquiera Galileo fue capaz de encontrar. Porque, al igual que Encélado en Saturno, Europa parece expulsar moléculas de agua a través de diversas plumas localizadas, parece ser, en el polo sur. Y como en el caso de la pequeña luna saturniana, esta expulsión se produce en el momento en que se encuentra más alejado de Júpiter. Con el mayor diámetro de Europa, se ha visto que la emisión es muy superior (7.000 kg/h por los 200 de Encélado), y esto contribuye no solo a la atmósfera (la altura de las plumas es de 200 km.), también al torus. No es más que una prueba de que bajo la capa de hielo existe una enorme reserva de agua líquida. Para intentar confirmar este hallazgo, quisieron revisar información pasada, y recurrieron a los datos recogidos por el sistema UVIS de Cassini durante el sobrevuelo joviano entre diciembre del 2000 y enero del 2001 y vieron, con decepción, que o la emisión de Europa era demasiado baja como para que el espectrómetro la detectara (pasó a varios millones de km. del satélite), o que directamente no había emisión. Se necesitan más datos.

Volviendo a la superficie y a su costra de hielo, también hace poco, y usando los datos adquiridos por Galileo, llegó una nueva posibilidad para Europa. El terreno caótico puede tener la pista de algo más
sorprendente. Esas regiones de icebergs a la deriva, o su equivalente, podría estar provocado por algo muy curioso: un bolsillo de agua dentro de la capa de hielo. Lo que viene a decir esto es que, además del océano principal, parece ser que parte de esa agua, caliente, por supuesto, se filtra por una serie de fisuras hasta alcanzar una cámara vacía de pequeño tamaño. Con el tiempo, esa cámara va aumentando de tamaño al derretirse el hielo, de manera que la apariencia caótica de esas zonas queda afectada en la forma ya vista. Esta sería una oportunidad para aprovechar a colarnos bajo el hielo del satélite, y confirmar si existe alguna clase de bicho allá abajo.

Si la comunidad científica entró en ebullición por los datos de Galileo no fue por encontrar pistas de la existencia de un océano global bajo el manto helado de Europa. Un descubrimiento realizado en la década de 1970 en las islas Galápagos amplió unas posibilidades inimaginables hasta ese momento.
Bajo las aguas de esta zona terrestre (y después trasladada a otras regiones oceánicas con importante actividad geológica) se encontraron una serie de fumarolas que emiten gases y partículas a una temperatura enorme, más que para escaldar. Nadie pensaba encontrar vida allí (generalmente, a demasiada profundidad y en un entorno demasiado caliente como para que cualquier ser vivo pueda existir). Por el contrario, estas chimeneas submarinas están hirvientes de vida, de todo tipo y clase, y alimentándose de lo que suelta esa chimenea. Y ahí están, muertos de risa, en un entorno en teoría imposible para la vida. Pero esta es tozuda, y tiende a aparecer donde uno menos se lo espera. La existencia de un satélite con un océano global y con una fuente continua de calor interna provocó la idea (loca en un principio, ahora se pegan para averiguar cómo llegar allí) de que en Europa bien podrían existir chimeneas submarinas similares a las terrestres. No hablamos de microorganismos que solo se podrían ver a través de un telescopio, sino de seres vivos complejos que prosperarían usando
lo que esas chimeneas expulsan. El caso del océano de Europa es que es un sistema cerrado, a diferencia de los terrestres. En el satélite de Júpiter, el océano está encerrado bajo la gruesa capa de hielo, mientras que la inmensa parte de las aguas terrestres están en la misma superficie y por ello interactúan con la atmósfera intercambiando y almacenando gases en los océanos como una suerte de sistema de regulación para así evitar crecientes cantidades de gases no deseados. En Europa esto no ocurre, de manera que el oxígeno libre que debiera circular bajo las aguas de este océano bien podría haberse acabado hace ya tiempo. Sin embargo, una investigación de hace algunos años probaría la existencia de reservas de oxígeno en este océano permitiendo a las probables formas de vida subsistir. Todo sería provocado por el bombardeo de rayos cósmicos (tanto solares como galácticos) que atravesaría el hielo hasta cierta profundidad. Estas partículas colisionarían con el hielo de agua transformando parte de ellas en oxígeno respirable que, a partir de las fisuras existentes, se filtraría hacia el océano, por lo que en pocos millones de años la concentración sería incluso superior a la de los océanos terrestres. Asumiendo un grosor del hielo superficial de unos 100 km., estaríamos hablando de aproximadamente el doble del volumen de agua de las masas acuáticas de la Tierra.

¿Cómo serían esas hipotéticas formas de vida de Europa? Ni siquiera nuestra fértil imaginación podría con semejante tarea, pero lo cierto es que sobrevivirían a los niveles de radiación que la superficie tiene que soportar, porque el hielo actuará como protección, reduciendo los niveles hasta una cantidad admisible para cualquier forma de vida. Esos bolsillos de agua en la gruesa capa de hielo también pueden ser lugares interesantes en los que podría encontrarse vida. Investigaciones recientes añaden otro ingrediente para el sostenimiento de vida bajo el hielo de Europa: la existencia de peróxido de hidrógeno. Se afirma que la cantidad de esta molécula es lo suficientemente grande como para que cualquier ser vivo se alimente de él, una vez mezclado con el agua. Aún más, al unirse al agua este se desintegrará para convertirse en oxígeno, que las formas de vida sin duda consumirán. Todo parece aliarse para conseguir un lugar propicio en el que comprobar si existe vida. Pero si la hay, ¿cómo llegó?

Revisando la información del espectrómetro NIMS de Galileo, apareció recientemente una sorpresa. En la corteza helada de Europa, aparecieron trozos de mineral tipo arcilloso, más concretamente
filosilicatos. Este mineral se asocia muy frecuentemente con materiales orgánicos. Gracias a la información recientemente recolectada acerca de los asteroides y de los cometas, se sabe que muchos de estos cuerpos podrían encerrar compuestos orgánicos simples y, mediante la colisión de uno de estos cuerpos menores con Europa, se liberarían al océano, generando con el tiempo un ecosistema. Esta es la misma teoría que se ha propuesto para el nacimiento de la vida en la Tierra, la repetida colisión de cometas y asteroides en los océanos primitivos terrestres que sembraron las semillas de lo que somos ahora. Si algo así ocurrió con Europa, nos enfrentaríamos a formas de vida sin duda complejas, peces monstruosos, y toda suerte de vida marina que podría desarrollarse en un ambiente carente de luz, soportando enormes presiones y con escasos nutrientes (o no). Para tener una previa de lo que podríamos encontrarnos bajo los hielos de Europa solo tenemos que viajar a las profundidades abisales de nuestros océanos, donde cada día nos encontramos con seres absolutamente inimaginables, rarísimos, y completamente adaptados al medio. Pero antes de dejar volar nuestra imaginación, hay que confirmar la existencia de ese gran océano subterráneo, aunque las plumas de vapor de agua emitidas por Europa son una pista clave.

El gran enemigo para una futura misión dedicada exclusivamente a Europa es el presupuesto. Las grandes misiones como Galileo o Cassini se pasaron de lo inicialmente aceptado, aunque el enorme retorno científico las ha hecho sin duda rentables. El caso es que, recurriendo a la tecnología actual, una misión de estas características aún saldría por un pico nada despreciable, provocando que la inmensa mayoría de las propuestas se hayan quedado por el camino. El esfuerzo más serio fue la
misión conjunta ESA-NASA EJSM, la Misión a Europa y al Sistema de Júpiter, en el que cada agencia planeaba enviar un vehículo propio. La ESA lanzaría una sonda con un destino final fijado en Ganímedes, mientras que la NASA se ocuparía de la misión a Europa. Pero entre la larga ruta panorámica que debería seguir, y la elevada protección contra la radiación (que no es ninguna tontería) provocaría un vehículo pesado y costoso. Como una forma más económica de llegar y explorar este satélite, la NASA redujo el tamaño y la complejidad de

esta misión y, bajo el nombre de Europa Clipper, prevé una misión que realizaría sobrevuelos continuos sobre el satélite para obtener la información deseada. Sin embargo, en el reciente presupuesto asignado para la agencia se especifica una misión a Europa, cuyo coste no podrá superar el billón de dólares, algo así como el límite impuesto a las misiones New Frontiers. A decir verdad, existen dos misiones con destino a Júpiter. El proyecto Juno, de la NASA, ya está en camino al hermano mayor del sistema tras su lanzamiento en agosto del 2011 y después de sobrevolarnos en octubre del año pasado, está en rumbo para cumplir su cita con Júpiter el 4 de julio del 2016. Sin embargo, su misión estará centrada en el propio planeta, y tanto su órbita como su diseño evitan que la sonda pueda proporcionar información nueva acerca del satélite. Mientras, la ESA decidió continuar con su misión con las miradas puestas en Ganímedes, pero en el plan de vuelo de JUICE (el Explorador de las lunas Heladas de Júpiter) están previstos diversos sobrevuelos a Europa para permitir dirigir la sonda a su entrada orbital definitiva sobre Ganímedes. Cargará 11 experimentos (tres de la NASA), estará alimentada por energía solar, y su lanzamiento está previsto para el 2020. Mucho nos tememos que aún tardaremos en ver una misión exclusiva hacia Europa.

Hace tiempo pensábamos que para buscar vida en el cosmos había que salir del sistema solar. Gracias a una terca y cabezota sonda espacial, no tenemos que viajar demasiado lejos para encontrarla. Que en nuestro vecindario galáctico existan entornos como los de Europa bien nos enseñará a buscar bichos en otros lugares, todavía más extraños. A nosotros nos encantaría ver lo que se esconde bajo el hielo. ¿Y a vosotros?

No hay comentarios:

Publicar un comentario